2 de septiembre de 2016 - Novedades de Viajes & Vinos
En esta edición:
PROTAGONISTAS - La Legua (DO Cigales)
PROTAGONISTAS - Teso La Monja (DO Toro)
PROTAGONISTAS - Conde de San Cristobal (DO Ribera del Duero)
PROTAGONISTAS - Dominio del Bendito (DO Toro)
PROTAGONISTAS - Alfredo Santamaria (DO Cigales)
PROTAGONISTAS - Rompesedas (DO Toro)
BODEGAS - Chan de Rosas (DO Rias Baixas)
RESTAURANTES - Trigo
Y además… Comer en Toro y Valladolid, Las Edades del Hombre, Food Ink y su restaurante impreso, Cartas de vino del dia y mas...
De una vendimia a otra, quedan como huella de un arduo año de trabajo entre vides, mazos de sarmientos que alguna vez enmarcaron racimos de uva que con el tiempo hallaron en la botella de vino su nuevo hogar.
Guardan secretos de verano, otoño e invierno, cuando tras la poda se desprenden de la cepa para abrir en éstas el sendero de nueva vida, y tras ese adiós generoso con que las ramas abandonan su tronco año tras año, los sarmientos van acumulándose para otra misión de disfrute que, junto con el vino, se pone a la mesa.
Se encienden cuidadosamente y arden veloces y con llamas intensas, un combustible natural que incendia el pecado de la gula con humos fragantes a campo castellano, pintado no pocas veces, además de con un horizonte de uvas, con protegidas estampas de ovejas en rebaño.
Pocas cosas hay más contradictorias que la ternura que provoca su mullida lana y la tentación de la suculencia de las tiernas carnes de cordero, un salivar pecaminoso que aguarda impaciente mientras observa expectante cómo se abrasan entre sarmientos sus diminutas chuletillas. Madera ardiendo, carne dorándose poco a poco, de a vuelta y vuelta, justo al lado de la viña, un retrato que se repite a través de las tierras del vino, y que en Castilla y León se diluye entre lechazos y cochinillos, delicias en cuatro patas que son capaces de recorrer un interminable horizonte que tiene en su Ribera del Duero el corazón que enlaza una identidad histórica cimentada en los frutos de una más extensa, rica y fértil tierra de sabor.
El Conde en botella capta de reojo la parrilla con las chuletillas. Atento, exultante, aguarda sin celos y con paciencia el regio momento en que Jorge Peique sentencie la precisa cocción del asado. Y lejos de estar celosa por la ubicuidad de su autor cambiando su función de uvas por la de la de parrillero de morcillas, chorizos y chuletillas, lo que colma las ansias de esa botella de vino es su descorche para dejar escapar sus aromas a fruta y fundirlos en un abrazo con los matices ahumados de ese menú sencillo y glorioso con que se ensamblan a la perfección los sabrosos secretos de la Ribera del Duero.
Allí, enroscada con la admirable lontananza, la mesa comienza a servirse al amparo de un bordado de vides que retratan el sueño de Pelayo de la Mata pintado por Peique con pinceladas de tempranillo, hasta convertirlo en Conde de San Cristóbal, una de las obras de vino mejor construidas en la más alta y moderna Ribera del Duero.
En las alturas de este pródigo territorio castellano-leonés, el Castillo de Peñafiel se erige como faro de vino que demarca el corazón de la Ribera. A pie de carretera, se yergue imponente en lo alto de esta pequeña viña castellana, que guarece, un poco más adelante, a una de las fincas más altas y secretas de la denominación de origen, desde la que en días de nieblas apenas se revelan las almenas del Castillo, esbozando una lámina casi onírica en que éste parece revelarse flotando entre nubes.
La del Castillo es apenas una de las muchas estampas mágicas que se van hallando a través de esta finca de 80 hectáreas de viña, sobrevolada algunas veces por buitres y atravesada otras por traviesos corzos, que marcan el compás de la vasta Ribera y sus estaciones del vino, de un paisaje de viñedos nevados en invierno a la estampa colorida que deja la vendimia de uva. De todas y del Castillo flotante tiene fotos Peique, como si en cada pieza fuera dejando grabada para la posterioridad las etapas que afirman su vocación como director técnico de la bodega.
Foto: Jorge Peique
En vendimia, cada 40 minutos se traslada un remolque de la viña a la bodega, tan próxima al viñedo que es posible prescindir de cajas de recolección. 40 hectáreas propias y otras 40 administradas, pero contiguas, hacen de Conde de San Cristóbal un verdadero pago castellano por cuyos dominios reina la tempranillo, no una sino muchos tipos de esta variedad.
La tempranillo es la asignatura de Pelayo de la Mata, Marqués de Vargas, quien a pesar de su esencia riojana, supo percibir el potencial de la Ribera del Duero como zona productora de vinos y determinó establecer allí un proyecto al que decidió designar con el segundo de sus títulos nobiliarios, Conde de San Cristóbal. Para ello buscó este magnífico paraje en los alrededores de Peñafiel, un enclave casi escondido, que fue armando con la ayuda de Peique, para inaugurar en 2000 una bodega que ensambla la historia castellana en la arquitectura de su sede social que reproduce un edificio castellano del siglo XVII, la más moderna funcionalidad técnica en la bodega de elaboración, y un espectacular viñedo en el que, además de esas cepas de tempranillo, las hay también de merlot y cabernet sauvignon.
Foto: Jorge Peique
Berciano de origen, Peique había llegado a la Ribera del Duero tiempo atrás para trabajar en otras bodegas de esa denominación, una experiencia que, no obstante, probablemente no era tan tentadora como la de armar desde sus cimientos un proyecto de bodega como Conde de San Cristóbal. Por eso no titubeó cuando le ofrecieron incorporarse al proyecto.
Una irresistible tentación es ese páramo en la altura, con una de las viñas más amplias y altas de la zona que llega a alcanzar los 900 metros de altitud en su parte más alta, cien metros más que el valle por donde discurre el río. Es La Arenosa, con muchas de sus cepas plantadas en 2001 y otras con más de tres décadas. Llama la atención su suelo, siete perfiles diversos que no niegan la historia aluvial que le precedió. Catorce parcelas en total, por las que se pasean corzos y perdices, y en la que el marco de plantación es mayor para compensar el menor rendimiento por planta. Los líneos de cepas están rigurosamente colocados a lo largo de un terreno a veces ondulado y tan vasto que hay 1.3 kilómetros de punta a punta en algunos de ellos. Un esquema que no estaría completo sin la balsa que crearon con agua del río, un agua más blanda que se acumula para las ocasiones en que haya sequía extrema y el riego por goteo se haga verdaderamente imprescindible.
Foto: Jorge Peique
Es, un escenario de película en medio del más impoluto silencio y la discreción de su escondite castellano. Una tentación fotográfica con mil escenas que el enólogo y también improvisado cocinero aprovecha con el apasionado afán de muchos clics.
Ese contraste natural de altura se enlaza con la edificación de la bodega y su sede social, una réplica de la historia, un retrato arquitectónico que se construyó con todo el material de derribo que se extrajo para crear Conde de San Cristóbal. Un amplio patio, un vestíbulo de elevados techos para destacar aún más el retrato pintado del primer Conde de la estirpe, y un amplio y cómodo salón acristalado en la parte alta de la estructura conforman la sede social de la bodega, con vista a gran parte del viñedo, fuente de inspiración a la hora de degustar los magníficos vinos que allí se elaboran.
Contrastando con la centenaria esencia castellana de esta sede social, la de Conde de San Cristóbal es una bodega puntera y escrupulosamente planificada para acentuar el orden y la eficiencia con el objetivo de hacer lo más con lo menos, siempre asegurando la mayor calidad. Un territorio de depósitos, prensas, barricas, organizado en espacios definidos se conecta concienzudamente a través de un pasillo que facilita el movimiento a través de las etapas de la elaboración, lo que simplifica procesos, como en vendimia, y minimiza la necesidad de personal. Un orden también reflejado en un nivel superior, en que hay también una ruta para visitas circundando la bodega, permitiendo que los visitantes puedan recorrerla viendo cada uno de sus espacios y su funcionamiento, sin necesidad de introducirse físicamente en ellos.
En vendimia se trae la uva y se selecciona, se despalilla sin estrujarse y se deja macerar varios días antes de iniciar su fermentación alcohólica. Para ésta se emplean levaduras autóctonas y se saca partido de depósitos de acero inoxidable que en su interior disponen de un sistema que realiza automáticamente los bazuqueos del mosto y el vino, al ritmo y frecuencia previamente programados. Si la fermentación es casi espontánea, la maloláctica si se propicia con bacterias seleccionadas y los depósitos de fermentación luego se emplean para mezclas y estocaje.
La sala de barricas sobresale por su pulcritud, al igual que por su orden, en estibas de barricas de varias alturas, nuevas, usadas, una conjunción de tamaños y secretos de vino dentro. Una metamorfosis repartida en barricas de diversos orígenes y productores, de Francia, del Cáucaso, alguna más grande que otra, con el objetivo de ir cincelando los tempranillos con matices diversos. Más o menos fruta, más o menos color, mayor robustez o mayor finura, finales más largos o más intensos, sorbos distintos que van proyectando un futuro para el vino.
Desde la cosecha fundacional de la bodega en 2003 ése ha sido el lugar por el que Peique ha ido dirigiendo al vino, un sendero que comenzó desde la viña, guiado más por la intuición que por el protocolo, escuchando lo que las uvas dicen en boca al momento de la cata de bayas, y luego lo que van relatando el mosto y el vino, anticipando lo que éste contará en copa mucho después.
De todo ese esfuerzo nacen dos etiquetas, el Conde de San Cristóbal y el Conde de San Cristóbal Raíces, una etiqueta, esta última, que no se elabora todos los años y que nace de las viñas más viejas del páramo. La tempranillo es la base predominante de los ensamblajes, que suman merlot y cabernet sauvignon según qué etiqueta, delineadas por un denominador común de finura. “Hay que saber catar en el momento preciso, para armar los ensamblajes correctos”, explica Peique.
El Conde de San Cristóbal 2012 (80% tempranillo, 10% merlot y 10% cabernet sauvignon), un tinto de intenso color rubí y una nariz repleta de aromas a moras, vainilla, canela, especias, flores rojas y café bombón, tiene un pase por boca con mucho equilibrio y elegancia. Su cosecha fundacional de 2003 fue un vino sobresaliente y opulento, de impresionante carga frutal entremezclada con aromas ahumados y torrefactos a cacao y chocolate, especias, y flores rojas antecediendo matices de vainilla, y una boca carnosa, con buen volumen y untuosidad, en un vino grande y pulido.
El Conde de San Cristóbal Raíces 2009 (90% tempranillo y 10% merlot), es un vino que no se estabiliza ni clarifica, y mostró una nariz de intensa cereza y recuerdos a maní, y una boca marcadamente especiada, potente y estructurada, en un vino a la par carnoso y fino. Y su cosecha 2013, el Raíces (100% tempranillo), un vino que saldrá al mercado esta Navidad, reveló su raza de Duero con delicia, conjugando con prestancia toda la potencia con elegancia de la tempranillo. 2006, 2007, 2009, 2010 y 2013 son las cosechas que se han elaborado de Raíces.
Difícil escoger una predilecta incluso para su autor, que destaca las de 2006, 2011 y 2013 entre sus cosechas predilectas en la bodega.
No sólo de tintos vive la curiosidad de los bodegueros, que en Conde de San Cristóbal tienen plantadas algunas cepas blancas de forma experimental en los viñedos frente a la bodega, y con ese mismo objeto han elaborado un rosado, así como un cosecha muy tardía, con uvas heladas, aunque no congeladas, vendimiadas a menos de 2 grados C bajo cero el 22 de diciembre de 2014. Un vino dulce con matices a membrillo, vinificado íntegramente en acero inoxidable.
Quedan retratados en el paladar los vinos, los quesos, los embutidos y las chuletillas. La botella vacía sólo susurra su deseo de otra jornada de sabor a Ribera del Duero enlazada con el hilván de más sarmientos.
En la estrecha calle de Los Tintes, casi a los pies de la Catedral de Valladolid, el sabor se tiñe de color oro de Castilla y de uno de sus metales preciados, el cereal. De los muchos que hay por sus dorados campos, planos y pintados del color de la miel, Víctor Martín escogió el que da espíritu al pan para designar a un proyecto personal de restaurante en el que vuelca con orgullo y destreza una nueva amalgama de sabores y sensaciones plasmadas con sentido de raíz y vocación universal.
Las luces estratégicamente colocadas ponen el acento en los platos, cada uno un lienzo de colores vibrantes que emerge como punto vibrante de una trayectoria de contraste entre el negro carbón de la montaña leonesa y los tonos almendrados de la planicie castellana. Oriundo de León, tierra de cecina y buenos embutidos, Martín recaló en Santiago de Compostela para estudiar cocina y aprender nuevas lambetadas antes de emprender rumbo a Valladolid, donde con su esposa Noemí abrió Trigo, hoy probablemente uno de los mejores restaurantes de alta cocina de toda la ciudad.
El local es pequeño, aunque no diminuto, minimalista y de trasfondo oscuro para dejar que los focos iluminen en la mesa cada una de las creaciones del cocinero. Un recetario que ensambla a la perfección los ingredientes castellano leoneses, los condimentos del mundo, los vinos de su entorno y la técnica que permite plasmar de manera innovadora una ópera epicúrea de simultáneo talante autóctono y talento cosmopolita.
Es precisamente el pincel que de un aparente trazo resume el primer bocado de un cóctel comestible que retrata en formato bombón uno de los cócteles más populares, la margarita, que, en apenas un bocado ensambla de forma diáfana limón, tequila y sal, un estuche fino de líquido interior explosivo y excitante que refleja el vínculo que el cocinero ha sabido construir con México a través de sus visitas al país.
El bombón de margarita es un petisco entre un bar de cócteles sólidos que se van rotando y sirven de preludio a los aperitivos que de igual modo reflejan ese enlace entre lo micro y lo macro en materia de sabor, gracias a la inspiración global y la habilidad del cocinero de entrecruzar de forma sagaz técnicas tradicionales y contemporáneas, de Castilla, España y más allá.
México se eslabona con México y de margarita pasa a los tacos, que, en lugar de carnitas se plantean con conejo escabechado con un punto picante. A las patatas las vuelve chips, pero en lugar de con sal las sazona con especias japonesas. Algas, un ingrediente tan asiático como de Mar Atlántico español, se tornan crujientes en una especie de grinisi de sésamo. El cerdo se funde al cuadrado, juntando crujiente torrezno de ibérico con sobrasada mallorquina, dos texturas diversas que ensambla en una la silueta redonda de una galleta. En los aperitivos no falta el aceite de oliva extra virgen de arbequina que el cocinero rescata de la propia Castilla León, donde está empezando a retomarse el cultivo de olivares, para poder multiplicar con bocados como la esfera de aceite con tomate o la manteca de aceite, para untar en el pan, que puede también multiplicarse en formato torta de aceite.
El recorrido posteriormente entra en platos más contundentes pero de delicada presentación, como un carpaccio de corzo con crema de lombarda y migas del boque, una conjunción atrevida en la que Martín deja asentada su habilidad como funambulista de sazones, logrando mezclar una multiplicidad de condimentos de manera equilibrada. Así discurre el menú con creaciones como el cardo con trufa y frutos secos, autenticidad y la supremacía del minimalismo en el que menos es más y los ingredientes más humildes se ensalzan con técnica y visión.
Vuelve la maestría de sazones en un lingote de arroz ibérico con setas, con un delicioso punto de ajo, que luego da paso a un sargo con salvia, coliflor y lenteja de agua, con un equilibrado contraste entre frescor y puntos salinos, para cerrar el círculo de platos salados con una magistral liebre con chocolate, en que la liebre se integra a una especie de canelón de patata y se acompaña con una salsa de chocolate bastante ligera, que se complementa a la perfección con un tinto joven y afrutado tempranillo de la Ribera del Duero, que ayuda a refrescar la intensidad de la liebre.
Porque si en algo también acierta Trigo es en su carta de vinos, una extensa selección que hace acopio de etiquetas, variedades de uva y zonas productoras consolidadas y zonas emergentes o desconocidas, así como elaboraciones inesperadas de la comunidad de Castilla y León.
Dos ejemplos como éstos son Sabinares, un blanco de guarda de la DO Arlanza que nace en lo más alto de la viña burgalesa a más de mil metros de altitud, y que recupera el cultivo de variedades como la chasselas, que se une a la viura y a la albillo, o el maravilloso dulce de invierno de Javier Sanz, que juega con vendimia tardía y congelación de uva para acompañar con perfección una tabla de quesos castellano leoneses y postres frescos y cargados de sencillez como cítricos con menta, manzana y Calvados, en los que el cocinero juega con las texturas, otra de sus señas de identidad.
El saber hacer de Martín y su equipo no pasa desapercibido fuera de España donde de manera recurrente es invitado a compartir sus ideas y los sabores del pan de Trigo con que se alimenta, tanto el cuerpo, como el intelecto.
Si uno se despista puede pasarse por alto la entrada a uno de los grandes templos del tapeo en España. Casi a la vera de la emblemática Plaza Mayor de Valladolid, desembocadura de la Semana Santa de esa ciudad castellana, está Villa Paramesa, un verdadero santuario de la creatividad culinaria en miniatura y destino de peregrinaje de quienes aman los bocados en formato pequeño, acompañados por una magnífica bodega de vinos por botella y por copa, con que armonizar algunos de los sabores más premiados del panorama culinario español.
Productos de temporada y de la tierra castellanoleonesa, pero no sólo de Castilla y León, inspiran recetas de la tradición reinventadas así como nuevos conceptos que invitan lo mismo a explorar irresistibles raciones conocidas que siempre merecen una repetición, que novedades que permitan saciar la curiosidad de las papilas.
Empanadillas de morcilla de Burgos con praliné de piñones, hamburguesa de secreto ibérico, buñuelo de manitas de lechazo, croqueta de cocido castellano, carrillera con regaliz o lechazo con migas y uvas son algunas de las cocciones de vocación más castellana, mientras que el socarrat con gambas acerca al Mediterráneo, el ravioli de costilla de cerdo funde lo mejor de dos culturas gastronómicas, el taco de capón con chocolate picante y castañas aproxima a Castilla y León con conceptos de Nuevo Mundo, y el ceviche de sardina servido en una canoa de alga kombu con ajo negro, abraza al globo en plenitud.
Una creatividad que se manifiesta lo mismo en salado que en dulce, con su vainilla con churros de avellana, su torrrija anisada con salsa de vino tinto idónea para armonizar con tintos de Toro, o el Canto al Vino, un singular bocado dulce que construye en cacao el suelo y la forma de las cepas viejas, y pone también sabor a regaliz, queso fresco que evoca las notas lácteas de algunos vinos, y se corona con un helado de café en forma de tapón de corcho. Una variada y deliciosa carta para la que puede seguirse lo mismo la vía de tratar las propuestas como bocados individuales o como menú de degustación que combine un conjunto de deleite escalonado.
Villa Paramesa: Calle Calixto Fernández de la Torre 5, Valladolid.
Tiene el atardecer rasgos rosados, como los del vino. El sol que cae dora el verde espabilado de pinares y parcelas y hace refulgir al horizonte de canto rodados que dan lustre a Cubillas de Santa Marta, un pueblo vallisoletano, casi escondido por su pequeñez, pero engrandecido por su cuidado casco histórico, una zona protegida donde todos tienen su pequeña bodeguita familiar, así como por sus numerosas viñas viejas ancladas sobre extensiones pedregosas de suelo castellano que otorgan un carácter singular a los singulares vinos de Cigales.
El suelo es el legado aluvial de la ribera del río Pisuerga, una alfombra pedregosa que cruje a cada pisada rompiendo la silenciosa placidez del ocaso. Quiebra también el silencio el relato de Pablo Santamaría, un hijo de Cubillas y heredero de las viejas vides que por allí se alzan entre las piedras, con la solidez que permite edificar con firmeza los nuevos secretos de tempranillo.
Hija predilecta del Duero, la tempranillo tiene en la denominación de origen Cigales uno de sus territorios menos conocidos. Cercana a la ciudad de Valladolid, tiene una tradición elaboradora de siglos que en 1991 se concretó con la instauración de esta indicación geográfica de calidad. Porque los de Cigales y sus poco más de 30 bodegas, son tempranillos, a veces con algo de garnacha, que ofrecen un perfil menos colosal que sus congéneres de Toro o la Ribera del Duero, pero piezas con gran calidad y una relación precio-placer mucho más competitiva.
Tercera generación de viticultores, Pablo vive la bodega y en la bodega, un pequeño proyecto familiar que él, con esfuerzo y casi en solitario, ha ido haciendo grande desde que también en 1991 decidieron crecer al amparo de la denominación de origen. Habla sin parar y con marcado entusiasmo del proyecto que nació en una antigua casona castellana restaurada y precede en origen a la denominación, pues la familia elaboraba ya allí claretes que comercializaban a granel.
La casona es un ala de la bodega, que encuentra la otra, de ladrillo y madera, justo en frente y bajo tierra, atravesando una pequeña calle que dirige a las viejas viñas. Doce hectáreas donde las tempranillos tienen en promedio seis décadas de edad y a las que lleva un sendero de antiquísimas bodegas subterráneas que plagan el pueblo y que retratan en piedra la historia de Castilla y León y sus vinos.
Los de Bodegas Alfredo Santamaría son en su mayoría rosados y tintos de tempranillo, que cuajan, muchos de ellos en una cava con varios siglos en las que sobrevive un laberinto de viejos depósitos de hormigón subterráneos, que en su interior se pintan de rosa. Allí, en las profundidades de la tierra se elaboran esos rosados que tanto renombre dan a Cigales.
Pablo va escogiendo de los depósitos los vinos para dar a probar mientras intenta distinguir entre rosados y claretes. Los últimos, los que han dado más fama a la denominación y que se cuajan tal vez de forma más natural, y los rosados, elaborados siguiendo parámetros y controles más modernos, que incluso abarcan la recogida de uvas durante vendimias nocturnas. Del depósito un Pago El Cordonero del 2015, un rosado elaborado con el método tradicional de Cigales para elaborar los claretes y que anticipa un gran volumen en boca. De botella, ya terminado, Pago El Cordonero 2015, voluminoso, prolongado, un rosado con alma de tinto pero un final fino en boca como el de un blanco. Un juego de colores en el paladar que en ambos vinos ensambla tempranillo con algo de verdejo y albillo, una suma de blanco y tinto. Unos vinos a los que se añade la etiqueta Valvinoso, un rosado moderno.
Independientemente de la fusión de colores o el estilo de elaboración, lo que no se discute es la raza castellana del proyecto, su vocación de mantener la tradición adecuándola a la modernidad, y la dedicación absoluta de Pablo a la bodega, que deja su impronta con el apellido Santamaría grabado en el suelo de la sala de barricas. En total se producen unas 80 mil botellas repartidas en varias etiquetas, entre las que hay unas dos mil que encierran blancos de verdejo, una variedad que se usa más bien para sazonar los ensamblajes tintos.
Si él se dedica a la bodega y la elaboración con sus hermanos forma un triángulo de trabajo que conforma todo el proyecto. Uno, maestro de vides se dedica a la viña, y el otro, al Pago de Trascasas, acogedor hotel rural casi adherido a la casona bodega, un espacio plácido donde no sólo se puede ir a descansar y comer bien esos asados de lechazos churros con aromas a sarmiento, sino también disfrutar de una amplia y bien iluminada sala de catas en la parte inferior del hotel, donde está el botellero, que incluso dispone de un área de nichos y barricas para el club de vinos de la bodega.
Es el espacio ideal para descubrir los tintos de la bodega, un crianza y un reserva, ambos 100% tempranillo, vinos para beber, más que catar, por su frescura y equilibrio, y una estructura más ligera que los de la Ribera. Otra expresión de la zona del Duero, el Alfredo Santamaría Crianza 2012 es fresco, con grata fruta morada, tonos tostados, especiados y matices de vainilla que desembocan en una boca bien pulida y que invita al siguiente sorbo. Un tinto que envejece en robles americano y europeo. Este Crianza se complementa con el Trascasas Reserva, con unas notas de envejecimiento más evidentes, pero el estilo inequívoco de la bodega.
Tras la bodega y la casa rural, se deja el margen entre tarde y noche, entre el atardecer rosado que se ha tornado noche tinta, que en el silencio estrellado de Cigales invita a seguir bebiendo sorbos de tempranillo, mientras se cuentan las refulgentes chispas de luz en el cielo del vino.
COMER EN VALLADOLID: Mesa Cero
Entre los manteles más blancos y el tapeo más casual de Valladolid, hay un nuevo mundo medio que marca con cero el punto de encuentro de una cocina que funde los productos de temporada, las materias primas de la tierra de sabor que es Castilla y León, y los condimentos e inspiración cosmopolita de un mundo gastronómico globalizado.
Es Mesa Cero, un espacio regentado por el joven cocinero Manuel Santiago y otros jóvenes talentos de Valladolid, adiestrados al calor de los fogones y conocimiento del chef Jesús Ramiro, quienes en este local casual del centro de esta ciudad ofrecen una cocina creativa y bien ejecutada en un local amplio, de ambiente desenfadado, con un servicio amable y una atractiva oferta de vinos que realza algunas de las etiquetas con mayor personalidad y singularidad de Castilla y León.
Bizcocho de albahaca con sardina ahumada, mejillones escabechados, bolsas de lechuga con pescado ahumado con queso y miel, espárragos con foie, rodaballo con mayonesa de miso y sopa de calabacín, o cochinillo con castañas y edamame son muestra de la línea del menú.
Mesa Cero ubica en General Almirante 10, Valladolid.
Dicen que Felipe II quizás tuvo que pasar por allí para ir de Valladolid al pueblo de su cuarta esposa. Que José Bonaparte al bajar del norte se atornilló por esas tierras cuando descubrió que tenían buen vino y no cejó hasta bebérselos todos y hacer honor a su apodo de Pepe Botella.
Pero más allá de la historia de siglos designada con el término que define la distancia que se camina en una hora, poco más de cinco kilómetros, La Legua, tiene un capítulo más contemporáneo donde el apego por la tierra y la familia inspiró la redacción de un nuevo relato para honrar a la tierra y al hombre.
Fue instintivo. Como si esos legajos de tiempo escritos con tinta de tempranillo entre cepas y botellas hubieran instruido a Emeterio Fernández Campos a no dudar de dar un paso de peso para forjar una nueva era a esa finca histórica, a una legua de Valladolid. Ni siquera tuvo que verla para saber que era un buen proyecto con que dotar de mayor calidad la vida de un hijo sordo y, por ello, cuando surgió la oportunidad de comprarla, la adquirió a fines de la década del cincuenta, sin mucho cavilar.
Médico prestigioso, Fernández primero se ocupó de sanar las viñas, donde convivía diversidad de variedades de uva, que se arrancaron casi todas para reconstruir y replantar la finca, recolocándolas con mucho orden y con cultivos modernos que permitieran mecanizar las labores, sentando así la base de uvas que quería para el vino. Tardó varias décadas en asentarse el viñedo, pero cuando estuvo afincado en 1997, empezó a construir una casa para los vinos que se estrenaron con aquella cosecha fundacional, y que posteriormente expandió su nave de elaboración para añadir una arquitectónicamente premiada sede social.
Hoy aquellas viñas ya son mayores de edad, con entre 28 y 40 años, erguidas sobre un suelo pedregoso y unas siete parcelas, todas rodeando la bodega. Un château cigalés con unas 80 hectáreas cultivadas, casi todo cepas de tempranillo y unas pocas de garnacha tinta y cabernet sauvignon.
Cuando el hijo motor del proyecto falleció, fue hora de replantear los objetivos de la bodega que de coadyuvar al fortalecimiento de los nexos familiares, pasó a manejarse con un criterio más comercial. Así, Gonzalo Fernández, uno de los hermanos de la familia pasó a dedicarse por entero al proyecto, y una de sus decisiones más contundentes fue cambiar de enólogo, una posición que hoy ocupa Carlos Ayala Sanz, un especialista en vinos blancos, con experiencia a través de Francia y España.
Con el arribo de Ayala, Le Legua comenzó a apostar más en firme por los rosados y a perfeccionar los tintos. Hoy, entre ambas tonalidades de vino la bodega elabora siete etiquetas. Se realizan fermentaciones a más baja temperatura para no perder aromas primarios, se pretende alcanzar una mayor concentración polifenólica en viña y se vinifica por separado para refinar el fruto de cada parcela, extrayéndole su máximo potencial.
En las entrañas de la nueva bodega, llama la atención la bodega antigua, cavada bajo tierra y en la que destacan gigantescos cántaros de barro, tan grandes que el alfarero tuvo que hacerlos dentro de la misma bodega, un espacio que hoy puede visitarse para conocer su historia y la de Cigales.
Entre depósitos y vinos ya embotellados, un rosado, el 7L, o siete leguas, como tantas parcelas, un rosado de intenso color que casi roza el naranja y que va abriéndose en copa, revelando nuevos matices que destacan su salinidad. Un rosado de noche con persistencia en el paladar. El 7 Parcelas de La Legua, el vino “esencia” de la bodega, da paso al terreno tinto, con un ensamblaje de todas las parcelas que se someten a sangrado parcial durante la elaboración y vinificaciones por separado para individualizar las peculiaridades de los suelos de cada una, siempre en onda pedregosa.
La garnacha es una de las cepas entre viñas y de ella La Legua Garnacha, que en su cosecha 2013 mostró aromas más maduros, con mayor intensidad frutal a grosella y fresa, matices florales a marcada violeta, mucho grafito, y especiada pimienta. Un tinto que no envejece en madera, pero sí tiene una nariz profusa en tonalidades y una boca más ligera y fresca. Más entero el de la cosecha 2014, algo más austero, con mayor estructura y tonos de crianza y salinidad más evidentes. La bodega contempla dotar a sus vinos de garnacha de una mayor crianza en madera, en función de la añada. Hay también un monovarietal de Tempranillo, que en su cosecha 2013 se mostró algo más recio en boca y con tostados más evidentes.
De más enjundia son los La Legua Crianza, tanto de la antigua, como de la nueva era de las elaboraciones. El 2011 fue un 100% tempranillo a la antigua usanza, con buena fruta en boca, salinidad y acidez. De la nueva era y la cosecha 2013, el vino ya se sazona con algo de cabernet sauvignon que rinde un tinto más pulido, aunque algo secante, que aún tiene por evolucionar, con fruta, frescor y juventud.
La Lengua Capricho es una etiqueta de selección familiar. La familia que recoge la uva y elabora el vino, una celebración a la unidad y a los valores de los Fernández.
Desde su Alcázar se apresa a Toro. Con mirada abarcadora y detallista al horizonte, se apresa cada verde, cada arcilla, cada piedra, la antigua muralla de Arbucala, una chimenea vetusta y el horno de una antigua fábrica de ladrillos, algunas flores y la curva toresana del río Duero.
Allí, en la alta trastienda del Alcázar de Toro, antes antigua cárcel y hoy centro de visitantes de esa ciudad que acoge al hombre y sus Edades, Felipe Cuesta se asoma para ir explicando la ruta de la clausura de la antigua prisión a la reclusión religiosa que inspiró La Monja, del Teso, un convento de vino del siglo XXI donde hay verdaderos altares con cálices en copa de alabastro pletóricos de sabia tinta de Toro.
Ningún otro lugar mejor que lo alto del acantilado para divisar y entender a Toro en plenitud. Además de histórica ciudad, Toro es un extenso territorio de vinos castellanos donde el suelo y el clima contribuyeron a preservar un patrimonio de cepas viejas, verdaderamente ancianas algunas, que hoy encierran en botellas su historia transformada en muchos de los mejores tintos de España. Allí en la altura, repican las campanas de la emblemática Colegiata del pueblo, marcando el compás de las indicaciones de Cuesta, quien invocando al horizonte dirige la ruta hacia Valdefinjas a través de un recorrido por la geología de la región cincelada por el río. Un rumbo que miles de años atrás dejó una estela de huellas aluviales con mucha arena y piedras en la superficie (lo que previno el ataque de la filoxera) descansado sobre un subsuelo arcilloso que retiene la humedad para cuando sea necesaria.
De lo alto del Alcázar en dirección al río Duero, al bajar la cuesta de Toro, Cuesta de Toro, que así se apellida Felipe por curioso que parezca, revela de frente la base geológica de esa histórica villa en las alturas, en la que se aprecian con escrupulosidad las variables del subsuelo, una composición donde la intensidad de colores marca la mayor o menos abundancia de arcilla.
En ese territorio de clima extremo, con un suelo de libro, Marcos Eguren empezó a percibir la posibilidad de hacer vinos diferentes. Vinos con estructura y complejidad, pero también finura.
Así este hijo del vino riojano se empezó a interesar cada vez más por la tierra castellana, empezando con un proyecto de familia y siguiendo con Numanthia, su primer gran proyecto en Toro. Una bodega que luego vendió, pero le permitió adquirir un diáfano conocimiento sobre el potencial del territorio y sus cepas viejas, una atracción casi fatal que le hizo plantar allí también el raíces y desarrollar otro proyecto, Teso La Monja, con vocación de llegar a perdurar tanto como las viejas vides.
Felipe ha sido siempre en Toro el hombre de las viñas de los Eguren. Unas cien hectáreas distribuidas en 52 parcelas ubicadas a entre 680 y 720 metros de altitud, cultivadas de forma ecológica, lógica y cada vez más en línea biodinámica, y que es un conjunto demarcado por tres niveles de calidad definidos por la edad de la viña: las más jóvenes las de entre 10 y 20 años, las que tienen entre 20 y 60 años un nivel medio, y las viejas, con más de 60 años e incluso hasta más de 100. Y una misión escalonada de convertir los más jóvenes en grandes viñedos medios, lograr que los medios lleguen a envejecer, y conseguir que los más añejos se mantengan en sus niveles de calidad.
Teso es una palabra castellana que designa una montaña pequeña y el Teso La Monja era un paraje, una herencia con viñedo. No sólo en ese Teso estaban las viñas que hoy dan forma a los vinos de la bodega, sino en un conjunto de parajes únicos y hasta secretos repartidos por la zona. aunando diversidad y singularidad, especialmente con su inventario de cepas viejas. Las viñas siguen el perfil que se percibía desde el alto Alcázar de Toro, viñedos con subsuelo arcilloso y una superficie con arena, piedras y cantos rodados.
En Toro el clima es continental con influencia atlántica, con inviernos largos y fríos y veranos cortos, secos y cálidos. Llueve poco y hay unas buenas amplitudes térmicas en la época de la maduración, lo que permite que las uvas completen bien este proceso, reteniendo fruta y acidez. Las de Teso La Monja ubican en zonas más frescas, con orientaciones diversas que propician un ciclo vegetativo más largo, y una maduración más tardía.
La carretera va marcando caminos. Justo al lado de la bodega, las viñas más jóvenes. En otro paraje Viña Marinacea, pequeña parcela repleta de la sabiduría de las viñas viejas. A su izquierda, otra viña más joven para una de las etiquetas de entrada. Unas en vaso y otras en espaldera, el mejor método de conducción para los viñedos más nuevos que requieren marcos de plantación con mayor densidad. Las vides se cultivan de forma ecológica, algunas de ellas certificadas así.
A través del rompecabezas de parcelas se va detectando un caleidoscopio de tonos en el suelo, resaltados a veces por flores rojas adornando las viñas y la gran pasión con que Felipe Cuesta vive las vides. Los suelos en Toro son bastante ácidos, aunque con una acidez diversa que Felipe explica equilibra la caliza, favorable también para los vinos de guarda. En Villabuena, taninos más intensos, en Viña La Jara, taninos más punzantes y vinos más afrutados. En El Rosal, más arena y piedras más pequeñas en la superficie. Y después dos viñas casi escondidas. Una en mitad del bosque, en una zona muy alta, con suelo de arena y piedras más pequeñas y un subsuelo de arcilla en un microclima protegido por los árboles, un viñedo muy viejo que madura más tarde y rinde vinos muy frescos donde incluso llegan a percibirse aromas a lavanda o tomillo del entorno. Allí confluyen dos valles, revelando incluso dos suelos diferentes. Hasta el color de las hojas allí es más verde, y la uva es de brotación más temprana y de las que más tarde se vendimia, un ciclo más largo. Después otra viña desde donde se divisa todo Toro, también repleta de cepas viejas plantadas entre cantos rodados y que por su ubicación está algo protegida de los vientos más cálidos y madura lentamente, logrando vinos con mayor frescura.
Todas las reposiciones de cepas se hacen en directo, tomando material de las cepas viejas de Tinta de Toro, una variedad que a pesar de usarse casi como sinonomia no es un duplicado idéntico de la tempranillo. Tiene los racimos más pequeños, también un solo hombro, más pequeño también, una hoja diversa y hasta más venas al remover el hollejo a la baya.
En 2006 se iniciaron las obras de la bodega, un edificio señorial perfectamente simétrico y rectangular, con cierto aire mudéjar que le da un inmenso patio interior con piso de ajedrez y tonalidades arcillosas como las que emergen del suelo toresano a pesar de que parte de los materiales de construcción fueron traídos de la excavación de otro proyecto de los Eguren en Rioja. Y entre 2007 y 2008 se adquirieron más viñas.
Contemplada inicialmente para tres vinos, Teso La Monja tiene techos de madera y un riguroso sistema de orden y limpieza que se distribuye en cada uno de los costados de su cuadrángulo de vino, respectivamente con una función. Un diseño concebido para que en cada ángulo se pase fluidamente de un costado a otro, traspasando poco a poco las etapas de elaboración y crianza.
En bodega se intenta dañar la uva lo menos posible y en la sala de elaboración se aplican varios sistemas de fermentación para diversos tipos de vino. Un depósito cerrado con camisa; otro cerrado con prensados neumáticos; un troncocónico abierto que permite pisar la uva que servirá de base al Victorino; otro depósito abierto, donde se realiza una fermentación oxidativa con pisadores móviles que permiten sumergir todo el hollejo, controlando sus subidas y bajadas cual si fueran bolsas de té; y otro cacharro grandes, también con pisado y doble selección que se dedida al Alabaster, un vino cuyos sobresalientes racimos 50 mujeres despalillan uva a uva.
Completada la fermentación alcohólica Almírez, Alabaster y Victorino realizan la maloláctica en barrica y el Teso La Moja, joya de la corona, lo hace en un huevo de hormigón. A veces los vinos se dejan reposar antes de iniciar las malolácticas que en el pasado 2015 se desarrollaron con mucha rapidez.
La sala de barricas destaca por sus ventanas de fino alabastro, un material asociado al lujo que se empleaba en las iglesias románicas y que en Teso La Monja sirve para tamizar la luz. El alabastro se complementa con suelos de basalto, que ayudan a preservar la humedad. Completada la crianza y embotellado del vino, los de la bodega pasan al botellero, ubicado en un segundo edificio casi contiguo al principal.
Con la cosecha 2007 nació la primera añada de la bodega, vinos concebidos para extraer a las viñas más finura y elegancia que la potencia con que se identificaba a Toro. Puede que los vinos se conciban de un único viñedo o de varios, pero lo que siempre se pretende es que revelen la uva y que expresen su terruño.
La bodega elabora cinco etiquetas: Románico, un vino expresivo, directo y amable con la identidad y carácter frutal de Toro; Almiréz, un vino que conjuga fruta con estructura, pero de forma equilibrada; Victorino, un tinto con carácter e identidad que expresa la tinta de Toro con elegancia, frescor y complejidad; Alabaster, identidad del terruño de Toro con gran equilibrio, finura y elegancia; y Teso La Monja, un vino de culto, que pretende ser la quintaesencia de los vinos de Toro.
Los Románico nacieron con la cosecha 2009 como vinos con fin local, zamorano, que luego se fue expandiendo para abrazar nuevos mercados. Los Románico realizan la maloláctica en acero inoxidable y luego envejecen seis meses en barrica. En su cosecha 2014 fue un vino de intenso color, pero con finura desde la nariz, donde aparecieron tonos a café en polvo fino, hierbas como el tomillo y el romero, recuerdos a pino y marcados mentolados, enebro, especias y cerezas pulidas. En boca es un vino potente, con taninos firmes pero dulces, que se pulirá con tiempo en botella.
Los Almiréz nacen de cepas en vaso de entre 20 y 60 años que pasan entre 12 y 14 meses en barrica, toda francesa y alguna usada. La de 2013 es la cosecha que Cuesta define como la más comercial que han tenido en la denominación. En nariz reveló mucha fruta, tonos algo ahumados, una vainilla prolongada, sutiles tostados, más carnosidad, matices más intensos a café, canela y una boca muy pulida.
In crescendo en edad van los Victorino, que se elaboran con uvas de cepas de entre 40 y 50 años y algunas de hasta un siglo. Su cosecha 2012 anticipó su músculo desde la intensidad de su color y la nariz, donde mostró mucha fruta y vainillas, en un vino con un muy largo recorrido.
Los Alabaster se ensamblan con uvas de tres viñas diferentes y una selección de uva a uva luego de un despalillado grano a grano. El vino envejece en barricas nuevas de roble francés. Su añada 2008 fue una plétora de frutos rojos, incluso algún tono de naranja, conviviendo con tonos a café, toffees, caramelos y sutiles tostados. Su boca fue muy pulida, envolvente y opulenta. La de 2008 fue una cosecha seca y calurosa.
Teso La Monja es el tinto top de la bodega y probablemente uno de los más, sino el más caro de España. El Teso La Monja se elabora con algunos preceptos biodinámicos y un trabajo milimétrico con las uvas que se seleccionan una por una, y se exprimen con la mano, realizando una extracción muy suave del mosto. Éste es un vino que se estrenó con la cosecha 2008.
Dice Felipe que un asesor de una gran casa francesa de vinos afirma que un signo de un gran viñedo es que sus hojas sean de las últimas en caer en el territorio. Conforme a esta hipótesis, los de Teso La Monja son grandes viñedos. Sus viñas son de las últimas en quedar desnudas en Toro.
A pesar de estar en esquina lo cierto es que Nicolás ha puesto su taberna en el centro del paladar de Toro, convirtiendo este espacio con aire algo rústico en destino concurrido al lado de la plaza del pueblo, donde Colás ha convertido su esquina en un altar gastronómico que reverencia la exquisitez de lo sencillo que permiten las buenas materias primas.
No son estrictamente de proximidad. Hay, en el recetario de la casa, pinchos, tapas y platillos algo más sustanciosos que recrean con pequeños giros algunas de las recetas más señeras de la cultura gastronómica española, como la sardina con salmorejo. Morcilla zamorana con cebolla caramelizada, una amplia selección de tostas, chichas con huevos, solomillo con salsa de setas, lomo con panceta adobada, patata al ajo arriero con bacalao y crema de pimiento, o una de las especialidades de la casa, bacalao en salsa de champán, deleitan a carnívoros como a vegetarianos.
Poquísimas mesas y sillas porque el local está concebido para el picoteo de pie, sazonado con conversación y buenos vinos de la tierra, especialmente la rica tierra de Toro, de cuyo origen hay una extraordinaria selección de tintos para disfrutar por copa.
Para ganar fuerzas para el trabajo en bodega, Antony Terryn hace una pausa energizante en La Esquina de Colás. Tiene buen diente el francés que devora con deleite cada uno de los pinchos que colocan sobre el mostrador de uno de los locales más concurridos del pueblo de Toro, punto fijo de la pausa de media mañana de muchos que, como él, casi no han tenido tiempo de desayunar.
Algo tenía que tener Toro y sus uvas tintas como para que alguien que había corrido medio mundo decidiera afincarse allí para bendecir su tierra de vinos. Porque si de algo sabía Terryn era precisamente de ese mundo de botellas en que su padre le estrenó cuando él apenas tenía 15 años, catando vinos de Bordeaux a fines de los años 90. “Abríamos botellas todos los fines de semana”, recuerda quien pronto aprendió que una cosa era merlot, y otra era Pétrus.
Oriundo del norte de Francia, donde su padre era hotelero, vivió en Africa, un período que le legó memorias tropicales de Camerún, Senegal y la Costa de Marfil. Pero cuando al trotamundos le tocó decidir qué hacer y determinar si estudiar historia, geografía o derecho, concluyó que lo que más apropiado era una formación corta y por eso se fue a estudiar comercio en una escuela hebrea del sur francés. Y entonces hizo una mezcolanza de hebreo y chino, inspirado por Confucio, que sentenció que “si hallas un trabajo que te interesa nunca volverás a trabajar”, una frase que le impactó y que marcó su porvenir.
Porque Terryn se puso a pensar qué trabajo le interesaría para no volver a sentir que trabajaba. Y entre la vena comercial de la escuela y el vino que su padre le daba a catar, consiguió que su progenitor le ubicara con un négociant bordelés de vino para echar a andar ese interés por el vino, como técnico comercial. Así derramó su espíritu libre en un trabajo de oficina que, aunque intenso, le apasionaba, por lo que le permitía escuchar de cepas de vid y, ¡cómo no! también de los Pétrus. Y un día llegó al negocio una clienta buscando unos vinos de la Provenza y así fue como empezó a entrar en contacto con bodegueros para aprender más de vinos, primero con práctica y luego con teoría.
Así empezó a vender mucho Côtes de Provence, una zona donde empezó a ver la vie et le vin en rosé. Y por allí estuvo en Domaines Ott, donde aprendió que los vinos rosados también son nobles y que sino grandes vinos, al menos lo son que dan mucho placer.
Entonces, además de aprender de comercio, y de rosados, Antony quiso también aprender un mejor inglés. Y para hacerlo escogió no cualquier destino, sino Washington State, inspirado por una cata que había enfrentado a vinos franceses con los del estado, y en la que estos últimos fueron los mejor parados. Así estuvo por Walla Walla y ya empezó a picarle el gusanillo de la elaboración, incluso el de la tentación de invertir en algún proyecto de vinos por allí, un proyecto que no emprendió por considerar no tenía el suficiente conocimiento técnico para llevarlo a buen puerto.
Así que retornó a Francia y ante el servicio militar o el vino, escogió al segundo para esquivar al primero, volcándose en una cooperativa donde estuvo dos años montando un proyecto de la nada. Y a pesar de su juventud siguió para el Ródano y Burdeos, y siguió sumergiéndose en más secretos de vino por Cahors, Madiran y Bandol, donde se elaboraban vinos que siempre le habían gustado mucho. Y así fue interesándose cada vez más en los vinos y su elaboración, y hasta pensó volver a Walla Walla, pero desistió de la idea porque pensaba que allí no había hueco para dos franceses, ya que por allí también estaba del autor de Cayuse.
Para entonces sus padres vivían en Madrid y en la capital española empezó a catar vinos del país, incluso algunos malos en los que supo, no obstante, reconocer uvas muy buenas. Y en esos periplos un día llegó a Bodegas Vega Sicilia donde probó un Pintia, que le cautivó por su equilibrio a pesar de su alto porcentaje alcohólico. Y fue así cómo Toro le hizo clic.
Y en 2003 descubrió la zona, una región cuyos viejos y singulares viñedos de tinta de Toro le hicieron enamorarse a primera vista, hipnotizado por el patrimonio de cepas viejas que le transmitieron autenticidad, como la que él buscaba en su vida y en el vino. Así, en 2004, con sus ahorros y el apoyo de su familia determinó hacer realidad aquel sueño de Confucio, fundando una pequeña bodega que tiene por sede un edificio de más de tres siglos en el centro del pueblo de Toro.
Lo de la bodega no era tan importante como la viña que le iba a insuflar vida a los vinos, viñas prefiloxéricas que poco a poco Antony Terryn fue adquiriendo para dar forma a un dominio bendecido, Dominio del Bendito, una de las bodegas más respetadas de Toro. Un proyecto cimentado íntegramente en viñas cultivadas de forma ecológica para preservar el ambiente y permitir la óptima expresión de las mejores condiciones naturales de crecimiento.
Lograrlo no fue tan fácil como parecía en la idea, pues llegó a llorar de desesperación al ver las verdaderas condiciones del suelo de algunas de las viñas que fue adquiriendo, y sobre las que tuvo que redactar un prólogo de cambio, trabajando y trabajando para aclimatarlas a lo que él deseaba para sus vides. Una colección de cepas que va de pocas décadas a más de un siglo, cepas viejísimas sin injertar, plantadas en pie franco igual que se hacía en el siglo XIX antes de que la filoxera arrasara con muchas viñas europeas. Hoy Dominio del Bendito tiene parte de sus hectáreas en propiedad y el resto las gerencia con una estricta supervisión. “Lo que no se consigue en el campo no se compensa en bodega, como mucho se minimiza”, afirma Terryn.
Controvertido para algunos, genuino y honesto para sí, este francés de Toro se declara, ante todo, viticultor. También parlanchín. Habla mucho y la ruta por sus viñas toresanas está repleta de anécdotas mientras conduce su pequeño vehículo por esa viñas “dramáticas”, con un suelo minado de cantos rodados y una gran diversidad dada por suelo y microclima.
Su atención a la viña es total. La arropa con cubiertas vegetales, la poda con cuidado en invierno, y busca todo resquicio que contribuya a hacer más perdurables unos viñedos que define “inmortales” porque no son proclives a las enfermedades. En el reino tinto salpica algo de verdejo viejo. Terryn va contracorriente y en lugar de hablar de tempranillos adaptadas al territorio de Toro está convencido de que la tinta de Toro es la madre de la tempranillo.
Retumba el viento entre el amplio espacio abierto de las viñas, unas que nunca se nutren con abonos artificiales, sino que más bien se “abonan” con los raspones que quedan luego del despalillado en vendimia. Un mismo pago puede ser muy diverso, pero a pesar de ello, el vigneron no desparrama esfuerzos a la hora de vendimiar, y no hace como otros que pasan varias veces por una misma parcela para recoger los racimos según su óptimo punto de maduración. “No toda la uva se cosecha en el momento perfecto, el secreto de la recolección es el promedio”, explica.
Con los viticultores mayores tiene tan buena relación como con las cepas más ancianas. A través de las fincas, las hay de diversas edades, unas plantadas hace poco con material antiguo, otras más “jóvenes”, entre 20 años y medio siglo, otras centenarias y otras más que centenarias, prefiloxéricas. Un horizonte que se aprecia mejor en invierno, cuando las hojas aún no han vestido las cepas y los troncos se revelan en toda su majestuosidad, con puntas incluso de sarmientos secos sin podar. En algunas fincas incluso algún árbol frutal.
De entre ellas tiene mucho cariño a la Finca Lorenzo, cuna de El Titán. Un vino cuyo nombre lo define también a él, un titán del trabajo y la experimentación en Toro, que hace de todo en su bodega, que está rindiendo uno de los conjuntos más sólidos de vinos de la región, con una producción de unas 70 mil botellas, que si bien están cada vez mejor cotizadas a nivel español, aún tienen mucho por destacar a nivel internacional. Hacer buen vino, aunque no grandes volúmenes es su consigna, y darlo a conocer es parte del abarcador trasfondo de Terryn, que tiene una filosofía clara gracias a lo que él define como su buena formación comercial.
La clave en la elaboración es, para él, saber degustar. Y recuerda cómo sus profesores se especializaban en beber por mucho tiempo agua y malos vinos para tener una clara perspectiva de lo que carece de calidad para poder apreciar mejor los vinos buenos. “Hago los vinos que me molan y tengo la suerte de que haya gente con mismos gustos”, subraya. Él prefiere la gente que tenga criterio aunque sea contrario al suyo. “90% de la profesión carece de criterio”, apunta quien se declara muy crítico con todo, algo que en ocasiones no ha dejado de provocarle inconvenientes.
En bodega, depósitos en su mayoría de hormigón, porque le gusta mucho su inercia térmica, algunos de acero inoxidable y también barricas. Todo en bodega, hasta algunas barricas, se mueve al compás de la música que suena en la radio con sones de Pablo Alborán, ambientando un área de trabajo donde un equipo de pocos hace un todo de mucho.
Con lo primero que cautivan es con su obra rosé, sorbos que Terryn da a probar con entusiasmo casi adolescente, de ésos que quieren destacar en las modas, como la de los rosados, que él pretende dignificar. “Yo mismo no creía en los rosados, pero me alegro de haberme equivocado con ellos”, dice quien elabora el suyo precisamente por lo mucho que le gustan los vinos de esta tonalidad.
Su Perlarena es muy singular. Un rosado fermentado en barrica y criado sobre lías que es color piel de cebolla, transmitiendo la pureza, la transparencia de uva. Una mezcla de tinta de Toro (60%), syrah (25%) y unas restantes uvas blancas, fórmula que le fue dictando la experiencia, pues las primeras añadas del vino fueron íntegra tinta de Toro, un vino muy mineral y austero que resultaba difícil de vender y entender. Tanto, que estuvo a punto de abandonar su elaboración. Bendita decisión no haberlo hecho.
Los Perlarena empezaron con la cosecha 2012 y se han elaborado anualmente desde entonces. Son finos, elegantes, tanto, que su cosecha 2014 fue escogido el mejor rosado de España por la Guía Gourmets. Un vino fresco, que resalta matices aromáticos a talco y tiza, y recuerdos florales a pétalos de rosa. En boca es envolvente y afrutado, idóneo para acompañar arroces, tortillas o ensaladas. Si fina es esta cosecha más se anticipa lo sea la del 2015, un rosado súper fino y elegante en boca.
Un perfil algo más intenso tuvo el Perlarena 2013, con mayor predominancia de tinta de Toro (80%) y un 20% de syrah. De color asalmonado, gana complejidad en nariz donde aparecen aromas de frambuesa, cítricos, flores, y tonos anisados que van in crescendo, hasta cruzarse con algún matiz de almendra. En boca revalidan los recuerdos cítricos a toronja, en un vino envolvente y fresco, pero con una acidez menos marcada.
Antes de los tintos, Terryn da a probar un delicioso experimento de tinta de Toro, que se debate entre blanco o palidísimo rosado a la usanza provenzal, elaborado con uvas que se cosechan antes que el resto por no ser tan buenas para la elaboración de tintos, lo que aporta mayor acidez, un fin muy fresco y salino. Este “blanc de noirs” es seco, pero no tanto, con buen volumen, y finura.
El primer escalón de los tintos de Dominio del Bendito es El Primer Paso, un muy exitoso vino 100% tinta de Toro que tiene el objetivo de ser muy bebible en sus primeros años, pero también la aptitud de durar en el tiempo. Un vino en el que conviven uvas de viñas jóvenes y viñas viejas, injertadas y sin injertar, envejecido por unos seis meses a partes iguales en roble francés y americano. El Primer Paso 2011 se elaboró con cepas de entre 15 y 45 años, aunque 40% de las empleadas superó las cuatro décadas. Fue un vino vibrante, joven y balanceado, con aromas a cereza, frutas oscuras, chocolate y algún ahumado, que en boca tuvo un fin especiado, fue bastante pulido y con un largo retrogusto. Con mayor juventud, su cosecha 2014 fue algo más astringente y potente, sin perder su elegancia, revelando más juventud en su fruta, que se acompañó de matices a maní, regaliz y balsámicos.
Segundo paso de la escalera bendita de las tintas de Toro son Las Sabias, etiqueta elaborada con una selección de viña de más de 45 años plantada en pie franco, vino que se envejece por entre 16 y 18 meses en roble francés. Su añada 2008 tuvo consistencia y carácter, con recuerdos a almendra y maní, guinda en licor, abundante pimienta y tonos torrefactos en nariz. Profundo, potente, complejo, elegante y con gran capacidad de envejecimiento. Las Sabias 2012 se envejeció por algo menos de tiempo, y destacó por su conjunción de fruta fresca, grosella y frambuesa, tonos especiados y balsámicos a canela, regaliz y laurel, toffees, almendras tostadas y chocolate. Un vino potente con taninos pulidos. Cuerpo y volumen sobresalieron en Las Sabias 2013.
Pero la joya de Dominio del Bendito es su El Titán del Bendito, un gran vino de Toro elaborado a partir de las mejores cepas de tinta de Toro de las viñas más excepcionales. Viñas con al menos medio siglo, viñas viejas a muy viejas, prefiloxéricas sin injertar y plantadas en suelos de piedra y arena, que no se riegan y tienen de bajo a muy bajo rendimiento, apenas entre 800 y 2,000 kilos por hectárea. Una producción de apenas cinco a seis mil botellas que envejecen por unos 20 meses en las mejores barricas de roble francés de donde en la cosecha 2012 emergió un vino con finura absoluta, ensamblando tonos de fruta confitada, vainilla, regaliz, flores rojas y una gran finura en boca. Como “compañera” de esta etiqueta, Dominio del Bendito estrenó este 2016 La Cuesta de las Musas, un vino de cepas sin injertar que Terryn ha concebido como “un lado femenino del Titán”. La Cuesta de las Musas 2012 ciertamente un vino más fino que su titánica etiqueta.
La curiosidad elaboradora no cesa, inspirada por los vinos que gustan al propio bodeguero. Entre éstos se cuentan los vinos de Oporto, de los que se declara “enfermo”. De ese “padecimiento” nació La Chispa Negra del Bendito, la etiqueta de la cual dice sentirse más orgulloso y que es un 100% dulce natural elaborado con uvas de tinta de Toro naturalmente deshidratadas que luego envejecer dos años en barricas francesas de dos y tres usos, para posteriormente reposar dos años más en botella. Una producción limitadísima que según el año no excede las 1,500 botellas y que tiene muchos matices que evocan los vinos de Oporto, pasando por moras, ciruelas, regaliz, cacao o tabaco, con un buen equilibrio entre azúcar y acidez.
Hay más sorpresas experimentales en bodega, como un ensamblaje de palomino y verdejo, con tonos que evocan una mezcla entre un tawny y un vino de Jerez. Además un espectacular vino dulce de solera, elaborado con tinta de Toro. Una inquietud por innovar y extraer posibilidades desconocidas a la región y a sus uvas, inspirado en otros grandes vinos del mundo.
“Para el negocio del vino hay que mantener la pasión del oficio, sino es un calvario”, concluye quien afirma no importarle que sus hijos hagan una carrera en el vino si es su pasión.
Exaltación del “Aqua” en tierra de buenos vinos
Colaboración: Enrique Sancho
Hace casi treinta años un cura y un escritor pensaron que había que dar a conocer con más interés el patrimonio artístico que escondían muchas de las iglesias de Castilla y León, un tesoro de arte sacro que con frecuencia sólo era apreciado por algunos feligreses. Así nació la idea de “Las Edades del Hombre”, de la mano del sacerdote vallisoletano José Velicia y del escritor abulense José Jiménez Lozano que convencieron al arzobispado de Valladolid de que valía la pena intentarlo.
La primera de estas muestras vio la luz el 24 de octubre de 1988 en la Catedral de la Asunción de Valladolid y su tema fue bastante evidente: "El arte en la Iglesia de Castilla y León". Cuando fue clausurada en abril de 1989 había sido visitada por 1.050.000 personas, una afluencia entonces sin precedentes en España.
Hoy, veinte ediciones después, más de 4.500 piezas expuestas y con el aval de más de 11 millones de visitantes en total, Las Edades del Hombre está más viva que nunca. Hasta el 14 de noviembre puede ser visitada en Toro (Zamora), apreciando un total de más de 130 piezas de arte sacro, y algunas no sacras, con el hilo conductor de “Aqua”. Pedro Berruguete, Juan de Juni, Gregorio Fernández, Francisco de Zurbarán o Salvador Carmona son algunos de los maestros que muestran sus obras en la Colegiata de Santa María la Mayor y la iglesia del Santo Sepulcro de Toro de la ciudad zamorana, célebre entre otras cosas por sus buenos vinos. Pero también hay obras más recientes de artistas contemporáneos como Antonio López o Carmen Laffón.
¿Por qué “Aqua”, que no parece un motivo especialmente religioso? El agua es símbolo de creación y de destrucción. De fluidez, calma, fuerza y pureza. La temática elegida para la vigésimo primera edición de Las Edades del Hombre aborda el líquido elemento desde las perspectivas antropológica, bíblica, ecológica y sacramental. El agua además de ser un bien natural no exento de contradicción, lo es también cultural y símbolo cargado de religiosidad.
La exposición de este año se divide en seis capítulos y dos espectaculares escenarios. En la Colegiata de Santa María la Mayor los cuatro primeros:
I. Agua de vida. El agua es tratada desde las perspectivas natural y antropológica, con su referencia en la mitología clásica, su servicio en la limpieza corporal, los recursos hidrológicos, la ingeniería hidráulica, los recipientes domésticos de barro y cristal para contenerla y beberla, etc.
II. Preparando caminos. Se muestra el agua en la creación y en la historia de la salvación, desde los orígenes hasta la figura de Juan Bautista, el Precursor. Siguiendo cronológicamente los textos bíblicos, se van mostrando acontecimientos y personajes del Antiguo Testamento, a través de los cuales Dios fue anunciando de forma progresiva su voluntad salvífica y el significado de la gracia del bautismo.
III. Los cielos se abrieron. Se aborda la excelsa figura de San Juan Bautista. Con él se cierra el ciclo profético del Antiguo Testamento, actualizándoselo, y se abren los tiempos mesiánicos, pues el Salvador estaba ya próximo, llegaba tras él.
IV. Cristo, fuente de agua viva. Se centra en la relación de Cristo con el agua durante su vida terrena, pasando por su infancia, su ministerio público y su misterio pascual. En él se recogen, entre otros, temas como la vocación de los primeros discípulos junto al mar de Galilea, las bodas de Caná, el encuentro con la samaritana en el pozo de Sicar, la curación de un enfermo en la piscina de Betesda, el lavatorio de los pies, el lavatorio de Pilato, el Calvario, etc.
En la Iglesia del Santo Sepulcro, los otros dos capítulos:
V. El bautismo que nos salva. Este capítulo está dedicado al sacramento del bautismo y a los objetos usados en su celebración litúrgica. Por derivación, también a los objetos relacionados con el agua bendita.
VI. Renacidos por el agua y el espíritu. Se concluye con los santos, hombres y mujeres que, nacido de nuevo por el agua y el espíritu, han sido un fiel testimonio de su vinculación existencial a Cristo, a quien se unieron íntimamente por el sacramento del bautismo. Y más concretamente aquellos santos cuya biografía o patronazgo están relacionados con el agua
La Fundación Las Edades del Hombre y la consejería de Cultura y Turismo han anunciado las localidades que albergarán las próximas ediciones de la exposición Las Edades del Hombre: el municipio segoviano de Cuéllar es el lugar elegido para celebrar la muestra de arte sacro en 2017, Aguilar de Campo, en Palencia, hará la propio en el año 2018 mientras que la burgalesa Lerma acogerá la edición de 2019.
Tierra de arte y vinos
Toro se enclava en una atalaya natural a 739 metros sobre el nivel del mar. Es una ciudad amable, tranquila y llena de parajes cercanos al rio Duero. Su patrimonio arquitectónico y cultural son dignos de visitar. Su principal monumento es la iglesia de Santa María o Colegiata. Se construyó entre los siglos XII y XIII, románico de transición al gótico. Destaca el cimborrio que remata la cúpula de la nave central y el Pórtico de la Majestad, ricamente decorado y policromado. La portada norte ha sido recientemente restaurada manifestando actualmente todo su esplendor. Y ya en la sacristía sobresale el cuadro de la Virgen de la Mosca, tabla flamenca del siglo XVI así como el Calvario barroco de marfil y carey.
Toro constituye un importante núcleo del románico-mudéjar en Castilla y León. Entre las muestras más representativas destacan San Julián de los Caballeros, y las de la Santísima Trinidad, Santo Tomás Cantuariense y Santa Catalina de Roncesvalles. Debido a La importancia histórica que tuvo esta ciudad, se pueden contemplar por sus calles numerosas muestras de su ilustre pasado que no tienen carácter religioso como el Verraco Celtibérico (Toro de piedra) de la segunda Edad de Hierro, que dio nombre a la ciudad y definió su blasón, el Alcázar, símbolo de la importancia estratégico-militar de Toro en el Medievo y el Puente Mayor, de origen romano, aunque su traza actual, corresponde con un románico tardío.
En el extremo sureste de la provincia, donde confluyen los territorios de Zamora y Valladolid, se extiende la comarca vitivinícola de Toro, una tierra donde ya se fermentaba la uva cuando las tropas de Roma tomaron la actual villa toresana como base para derrotar a cántabros y astures. Su fama se extiende en el medievo, durante los siglos XII y XIII, cuando se conceden privilegios reales a los vinos de Toro. Asimismo, se presume que fueron vinos que cruzaron el Atlántico con Colón en el descubrimiento de América, y la región fue una de las que nutrió de vino a la Francia afectada por la plaga de filoxera a principios del pasado siglo XX.
El intenso frío del invierno toresano y las altas temperaturas registradas en verano, con un gran número de horas de sol al cabo del año, aportan una calidad excepcional a la uva, de forma especial a la variedad autóctona, la tinta de Toro. Además de la variedad principal, se contempla el uso de la casta garnacha. Como variedades blancas están la uva verdejo y la uva malvasía.
Toro es uno de los pueblos con mayor número de bodegas y se dice que en la Edad Media sus vinos eran los preferidos de los reyes y guerreros de España. Es sede del Consejo Regulador y una de las zonas vitivinícolas emergentes más importantes de España.
Toro, aún más cerca
La Junta de Castilla y León ha propiciado un acuerdo con RENFE y La Regional para la comercialización de un billete combinado de tren y autobús, denominado 'Tren Las Edades del Hombre'. Este billete ha comenzado a comercializarse a través de la web www.renfe.com. El objetivo de esta nueva iniciativa de promoción es aproximar la exposición 'AQVA', así como toda la oferta turística asociada, a Madrid y Galicia, mercados emisores de gran interés para Castilla y León. Estará disponible hasta noviembre y une Madrid y Galicia a Zamora y Toro con un importante número de frecuencias -cinco de lunes a viernes y entre dos y tres los fines de semana-.
La colaboración con RENFE y La Regional se ha integrado en el plan de promoción de Las Edades del Hombre, sumando todos sus canales promocionales para un mejor y mayor posicionamiento de este producto turístico de calidad.
Más información: www.lasedades.es www.toroayto.es
El horizonte de la viña demarca claramente una frontera entre los tonos de arena y el azul moteado de nubes. El suelo lo pintan cepas viejas, contraste entre presente y pasado, entre arena y verde, que preside el horizonte, con púlpitos de hierbas que intensifican el brillo azul.
Las cepas se nutren poco a poco de ese verde, del dorado del cereal castellano, pero más que todo, del subsuelo y la historia de Toro donde muchos hacían vino en casa.
Entre ellos se hallaban los parientes de Rompesedas, que con ese trasfondo decidieron dejar atrás otras responsabilidades profesionales para regresar a Zamora y empezar a hacer vino. Así en 2004 comenzaron un proyecto de vinos en El Pego, un pueblo zamorano de apenas 326 habitantes.
El Pego tenía fama de ser una zona con algunas de las mejores uvas de Toro, viñas casi centenarias afincadas en suelo arenoso con un subsuelo de arcilla que retiene bien el agua, y una superficie con algo de canto rodado, un perfecto eslabón con los vinos de calidad que deseaba hacer la bodega. Así en 2005 se estrenó Coral Duero, el proyecto que elabora los Rompesedas. Treinta hectáreas divididas en cinco parcelas de viña muy vieja.
Rompesedas se llamaba la primera finca que Paula Amor y Jesús Fernández adquirieran para elaborar los vinos, y fue el nombre escogido para unos tintos que enlazan en su etiqueta el negro y el rojo, como el color del edificio que alberga la bodega y que destaca por el contraste con el paisaje que la circunda.
Allí dentro y luego de reposar en la cámara frigorífica tras de su vendimia manual, cada viña tiene dirección propia, en depósitos individuales, para vinificar por parcelas. En el recinto se vela la fermentación espontánea, para luego someter al vino a largas fermentaciones, una marca de fábrica de la bodega.
La de 2005 fue la primera cosecha de los vinos, un elegante tinto de tinta de Toro, que inspiró dos otras cosechas sucesivas con las que la bodega se abrió a la exportación, con tan buen desempeño que motivó a desarrollar dos nuevas etiquetas a lo largo de los años.
Ese primera, Rompesedas, es un 100% tinta de Toro de viñas centenarias en El Pego, que tras una larga vinificación envejece durante 18 meses en barricas de roble nuevo, mayoritariamente francés y algo americano. Su cosecha 2008 revela una nariz con delicado ahumado, tonos de carne, recuerdos de laurel, fruta oscura, vainilla, almendras y un fondo de profusa lavanda. En boca es potente y estructurado, con sensaciones muy especiadas y taninos muy firmes.
Finca Las Parvas fue la segunda, una etiqueta premium de edición limitada, de pago, elaborada con uvas de Parcela Las Parvas, la más lejana a la bodega donde hay viñas centenarias enclavadas en la arena. Una única cosecha, la de 2006, que fermentó en barricas de 500 litros y luego envejeció íntegramente en roble francés por unos 22 meses y que de ese largo contacto con madera apenas dejó sutiles recuerdos de vainilla y avellana armonizados con fruta, en un vino potente, pero a la vez de trago fácil y aterciopelado, como la seda.
Complementando estas dos etiquetas, y para responder a la demanda del mercado, Rompesedas elabora una tercera, un vino joven, con una crianza en roble nuevo (60% francés y 40% americano) de sólo seis meses. En la nariz del Rompesedas joven de la cosecha 2013 confluyen tonos de jalea de mora con matices cítricos a naranja, tostados, yodados, ahumados y almendra picada. En boca es afrutado, sedoso y fácil, con un matiz especiado en el retrogusto.
Hay muchas veces viñas alrededor de la bodega, y en muchas menos, “bodega” en las viñas. Como símbolo de la pureza, la proximidad, la esencia, en unas viñas casi escondidas, hay tinajas enterradas entre hileras de cepas en Toro, tan firmemente ancladas que permanecen impávidas ante el viento casi huracanado y la lluvia que amenaza en la cima de la viña.
Las ánforas están de moda, lo natural está de moda y las mariposas están de moda como símbolo de la pureza y belleza de la naturaleza. Mariposa es Volvoreta, el nombre de la “bodega” en la viña, un proyecto joven en Toro a cargo de una joven zamorana con herencia de vinos, que un día determinó cambiar su trabajo como ingeniera para dedicarse a éste, convirtiéndose para él casi en una mujer orquesta que se asegura de armonizar cada instrumento, viticultura, elaboración, comercialización, para hacer de su Finca Volvoreta un proyecto de corazón.
Es lo que desde 2009 se esmera en poner en cada cepa y en cada gota María Alfonso, quien adoptó las viñas del pueblo de su madre para sacar adelante este proyecto familiar, la primera bodega ecológica certificada en Toro, en la que se apuesta por la viticultura sostenible y por los métodos artesanales para que la naturaleza se exprese, reflejando con fidelidad el paisaje y la vid.
Un poco antes de esa fecha en que determinó integrarse íntegramente al proyecto, María ya coqueteaba con el vino. Empezó a tomar cursos, y a practicar. Y a dar a probar, algo para lo que la vinoteca familiar en Zamora sirve de laboratorio para los “estudios de mercado”.